Autor: Abg. Juan Fernando Calderón

El fenómeno delictivo, por su naturaleza, siempre ha estado un paso adelante de las instituciones punitivas del Estado. Esto no debería sorprender a nadie, ya que responde a una lógica de causa y efecto: primero ocurre el delito, y luego la reacción estatal. Por ejemplo, si se produce un asalto a un banco, los agentes del orden llegarán al lugar de los hechos minutos después, dependiendo de factores como la eficiencia y la logística. Si las labores de investigación son eficaces, es probable que logren dar con el paradero de los criminales; de lo contrario, se iniciará una investigación que dependerá de la calidad de las técnicas utilizadas para tener éxito.

En ambos escenarios —uno claramente más eficaz que el otro— el fenómeno criminal parte con ventaja: debe primero ser descubierto, lo que plantea a las fuerzas del orden el reto de detectar y neutralizar la amenaza. Esta ventaja no es nueva ni sorprendente, ha sido una constante. Sin embargo, el problema actual es mucho más complejo. Desde hace un par de décadas, la tecnología ha sido clave para derribar obstáculos, superar límites y facilitarnos, literalmente, estar a un solo clic de un delincuente o de una estafa masiva. ¿Es entonces la tecnología la culpable del avance del crimen? La respuesta es rotundamente no; pensar eso es un error.

Lo que sí ha cambiado es la forma en que los delincuentes cometen sus crímenes. Con la llegada de la inteligencia artificial (IA), esa ventaja histórica que mencionábamos se ha triplicado. ¿Cómo? Veamos el caso revelado por la Policía de Hong Kong el año pasado: un trabajador financiero de una multinacional fue engañado para transferir 25 millones de dólares. Durante una videollamada, creyó estar hablando con el director financiero de la empresa y con colegas que conocía bien. Sin embargo, todos los participantes habían sido recreados con tecnología de deepfake, utilizando inteligencia artificial. ¿En qué consiste esto? En la creación de imágenes, videos e incluso voces que simulan a personas reales, cuando en realidad todo es un montaje digital.

Esta tecnología ya está siendo utilizada también por grupos criminales en la frontera entre México y Estados Unidos. Supuestas fundaciones, con la fachada de ayudar a localizar familiares desaparecidos, reciben fotos de las víctimas y las manipulan con IA para crear videos falsos en los que los desaparecidos aparentan estar secuestrados. Luego, exigen dinero por su “liberación”.

Cuando hablamos de que la ventaja del crimen se ha triplicado, nos referimos a dos aspectos: primero, la eficacia de la IA como herramienta para delinquir; segundo, el engaño tan sofisticado que muchas víctimas ni siquiera se enteran de que han sido estafadas, como en el caso de Hong Kong, donde el trabajador no tuvo posibilidad de alertar a tiempo, y cuando su empresa se percató, ya era demasiado tarde.

Muchos se preguntarán: ¿debemos detener el avance de la inteligencia artificial? La respuesta es un no rotundo. No se trata de parar el desarrollo, sino de preguntarnos si nuestras instituciones estatales, fuerzas del orden, unidades especializadas del Ministerio Público, empresas y demás actores estamos preparados para usar la IA como herramienta en la lucha contra el crimen. Aquí los delincuentes llevan otra ventaja: ellos simplemente la usan, sin regulaciones. En cambio, las

instituciones públicas requieren reformas legales, formación y recursos para incorporar estas tecnologías. Por eso, debemos empezar cuanto antes, para que el futuro no nos tome desprevenidos.

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Criminal activity, by its very nature, has always stayed one step ahead of the punitive institutions of the State. This is no surprise—it follows a logical sequence of cause and effect: the crime happens first, and then the State reacts. For example, if a bank is robbed, law enforcement officers will arrive at the scene minutes later, depending on various factors such as efficiency and logistics. If the investigation is effective, they might locate the criminals; if not, it becomes a matter of investigative skill and strategy to find those responsible.

In both scenarios—one more efficient than the other—the criminal act begins with an advantage: it must first be discovered. This forces authorities to play catch-up. This dynamic is nothing new, nor unexpected. However, today’s society faces a much more complex challenge in the fight against crime. For decades, technology has played a key role in overcoming obstacles, pushing boundaries, and putting both criminals and victims just one click apart. One might ask: is technology to blame for the evolution of crime? The answer is a resounding no—thinking that way is a misconception.

What has changed is how criminals commit their offenses. With the arrival of artificial intelligence (AI), the natural advantage criminals have has arguably tripled. How? Let’s look at the case reported by Hong Kong police last year: a financial worker at a multinational company was tricked into transferring $25 million. The request came during a video call that appeared to feature the company’s CFO and other coworkers—people he recognized. However, the entire meeting was a deepfake created using AI. What is a deepfake? It’s the use of technology to create highly realistic images, videos, and even voices that simulate real people but are, in fact, digital fabrications.

This same tool is now being used by criminal groups at the U.S.–Mexico border. Fake organizations claim to help locate missing persons. They receive photos from families and, using AI, generate fake videos showing their loved ones supposedly kidnapped, demanding ransom for their release.

When we say the criminal advantage has tripled, we refer to two main points: first, the incredible efficiency of AI as a tool for committing crimes; and second, the fact that many victims don’t even realize they’ve been tricked until it’s too late. In the Hong Kong case, the employee likely had no chance to raise an alarm—by the time the company noticed the unusual transaction, the criminals had already succeeded.

Many might wonder: should we stop the advancement of artificial intelligence? The answer is a firm no. We can’t and shouldn’t halt progress. The real questions we need to ask are: Are our state institutions, law enforcement agencies, public prosecutors’ offices, companies, and other stakeholders ready to use AI as a tool to fight crime? And here lies yet another advantage for

criminals: they just use the technology freely, without regulation. Meanwhile, for public institutions to adopt such tools, they require legal reforms, training, and resources. So the time to act is now—so that the future finds us prepared.